Las víctimas invisibles del COVID-19

Las víctimas invisibles del COVID-19

Pamela Urrutia Arestizábal

La pandemia puede tener efectos devastadores en contextos de conflicto, con sistemas de salud colapsados tras años de ininterrumpida violencia, y afectar desproporcionadamente a poblaciones desplazadas y refugiadas, sin posibilidades de adoptar medidas preventivas mínimas para evitar la expansión del virus. La respuesta a la enfermedad debería incorporar la perspectiva de género y tener en cuenta las experiencias de las mujeres, en primera línea en las tareas de asistencia y cuidados.

La crisis del Covid-19 ha desviado la atención mediática aún más, si cabe, de conflictos armados que en los últimos años se han cobrado la vida de decenas de miles de personas y han tenido otros gravísimos impactos en la población civil. Algunas amargas efemérides de marzo, como la entrada al décimo año de un conflicto con efectos devastadores en Siria o el quinto aniversario de la escalada de violencia en Yemen, que ha llevado al país a la peor crisis humanitaria a nivel mundial, han pasado prácticamente inadvertidas. Consciente de los ingentes riesgos que la pandemia puede suponer en contextos altamente fragilizados a causa de conflictos y violencia, el secretario general de la ONU hizo un llamamiento a un cese el fuego global para poder centrar así todos los esfuerzos en contener la enfermedad y proteger a los grupos más vulnerables. Aún está por verse la acogida a esta interpelación de António Guterres, de una validez siempre vigente, pero más urgente que nunca en las actuales circunstancias.

En contextos como Siria o Yemen las infraestructuras de salud están desbordadas en la atención de las personas heridas a causa de las ininterrumpidas hostilidades. Pero la población también afronta severas carencias en el acceso a la salud por la destrucción de hospitales debido a ataques indiscriminados o –peor aún– deliberados, estrategias de asedio y el bloqueo o la ocupación de centros sanitarios. En los últimos años esta situación ha favorecido ya la expansión de otras enfermedades, como la poliomielitis en Siria o el cólera en Yemen. En este último país, por ejemplo, entre octubre de 2016 y hasta finales de 2019 más de dos millones de personas se habían contagiado de cólera y casi 4.000 había muerto a causa de esta enfermedad. El conflicto armado ha provocado que más del 80% de la población yemení requiera algún tipo de asistencia humanitaria, así como crecientes índices de desnutrición e inseguridad alimentaria, por lo que la expansión del coronavirus podría tener efectos nefastos.

En localidades como Idlib, en Siria, también es posible anticipar situaciones especialmente dramáticas. La zona alberga a una variedad de fuerzas opositoras al régimen de Bashar al-Assad y ha sido duramente golpeada por ataques de Damasco, con ayuda de Rusia e Irán, motivando periódicos y masivos desplazamientos internos de población. Tan solo en los últimos meses, desde diciembre de 2019, un millón de personas a huido de sus hogares o refugios en esta zona, 80% de los cuales son mujeres y menores de edad. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), entre 2016 y 2019 se han producido casi 500 ataques contra infraestructuras de salud en Siria, 70% de ellos en el noroeste del país, donde se localiza Idlib. Los hospitales que continúan operativos no dan abasto para las necesidades que ya existen ante la falta de equipamientos, medicinas y personal médico y de enfermería y el aumento de población –la provincia albergaba a 1,5 millón de habitantes antes de la guerra y en la actualidad acoge a tres millones de personas. Es una quimera pensar que podrían abordar una emergencia como la del Covid-19 en estas condiciones. El gobierno sirio, por su parte, ha reconocido tan solo un puñado de casos en el país, pero este balance parece improbable, según diversas fuentes, teniendo en cuenta los estrechos contactos con Irán, uno de los epicentros de la pandemia.

Refugio y desplazamiento

Agentes humanitarios han alertado sobre la extrema precariedad de las personas desplazadas internamente y refugiadas, mientras especialistas en salud pública advierten que el bajo número de personas contagiadas por el virus entre estas poblaciones puede deberse simplemente a la falta de pruebas, porque no son grupos prioritarios. Informaciones de prensa indican que ya se han muerto personas refugiadas de Siria con síntomas de la enfermedad. Hay que tener en cuenta que para muchas personas refugiadas o desplazadas no es posible adoptar las medidas más básicas para prevenir el virus por las condiciones de hacinamiento, la falta de agua potable y jabón. Esto se aplica también para campos de personas refugiadas ubicados en Europa. En la isla griega de Lesbos, el campo de Moria tiene una capacidad para unas 3.000 personas, pero alberga a más de 20.000. Familias de hasta seis personas conviven en tiendas de tres metros cuadrados. No es posible el distanciamiento social ni el aislamiento para guardar cuarentena en estos contextos, por lo que los riesgos de infección se incrementan. Desde Idlib, una trabajadora social siria exponía las paradojas que afronta la población desplazada frente al coronavirus al retratar a una niña fuera de una tienda con un cartel que rezaba “Quédate en casa…, ¡ojalá pudiera!”

Organizaciones como el Norwegian Refugee Council (NRC) han advertido que las restricciones de movimiento impuestas para contener el Covid-19 les están impidiendo entregar asistencia a miles de personas, 300.000 de ellas en Oriente Medio y han demandado que se dé prioridad a la ayuda humanitaria. El secretario general de NRC, Jan Egeland, ha recordado a los líderes mundiales que no pueden abandonar a quienes viven fuera de sus fronteras. Otros agentes han alertado también sobre los riesgos de estigmatización, discriminación y xenofobia hacia las poblaciones desplazadas y migrantes.

Mirada de género

Ante estos retos, se ha puesto de relevancia también la necesidad de incorporar la perspectiva de género en el análisis y la respuesta al Covid-19. Académicas feministas como Sanam Anderlini han recordado que a nivel global 70% del personal sanitario está compuesto por mujeres y que las mujeres asumen también mayoritariamente las tareas de cuidado, lo que las sitúa en la primera línea de respuesta ante esta enfermedad. Esto también se aplica en contextos de conflicto. El enviado especial de la ONU para Siria, Geir Pedersen, expresaba hace unos días su especial preocupación por el posible impacto del coronavirus en las mujeres sirias, que ya están al frente de los sistemas de apoyo y de salud a nivel comunitario. En este contexto, diversas organizaciones –incluyendo ONU Mujeres, la agencia de Naciones Unidas para las personas refugiadas (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones o la OMS– han publicado guías y recomendaciones que reconocen el papel imprescindible de las mujeres en esta crisis y advierten sobre el aumento de los riesgos de violencia hacia mujeres y niñas, sobre la necesidad de recursos suficientes para atender a las necesidades mujeres, hombres, niñas y niños y sobre la importancia de garantizar el acceso a los servicios de salud sexual y reproductiva, así como la atención de salud a la población migrante y refugiada, entre otras muchas medidas.

También es crucial implicar a las mujeres en los espacios de decisión para prevenir y responder al Covid-19. En este sentido, cabe destacar que mujeres sirias y yemeníes vienen movilizándose desde hace años para proponer salidas a sus respectivos conflictos y poner coto a la violencia. Sus demandas han incluido la importancia de poner en el centro las necesidades de la población civil. Algunas de ellas ya han comenzado a trabajar en acciones para mitigar los posibles efectos de la pandemia.

En las últimas semanas, las reflexiones sobre el Covid-19 desde el activismo feminista y el feminismo académico han puesto en evidencia las contradicciones y debilidades de los modelos de seguridad militarizados, han expuesto el sinsentido del militarismo y la producción de armas, han subrayado la necesidad de redirigir recursos al bienestar social y medioambiental y han denunciado los intentos de enmarcar la respuesta a la pandemia con lenguajes y narrativas militarizadas. A la consciencia de la vulnerabilidad humana, la urgencia de una idea de seguridad que ponga las necesidades del ser humano en el centro y el reconocimiento de la relevancia de los cuidados, se añade la importancia de generar una respuesta que no deje atrás a las poblaciones más vulnerables, las hasta ahora víctimas invisibles del Covid-19.

Pamela Urrutia Arestizábal, WILPF-España e investigadora de la Escola de Cultura de Pau, Universidad Autónoma de Barcelona

El artículo está publicado en Diario y Radio Universidad de Chile

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